LA EXCLUSIӓN, EL SíNTOMA ORIGINARIO

 

Análisis Polí­tico

Por: Gabriel Contreras Velázquez

A los miembros de La Jornada Zacatecas.

Muy agradecido por este año de colaboración y trabajo fructí­fero.

Representantes de la Secretarí­a de la Defensa Nacional, las Fuerzas Armadas (o Marina), la Secretarí­a de Seguridad Pública en sus distintos niveles, el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN), la Policí­a Federal y la Procuradurí­a General de la República se presentaron ante el gobernador Rubén Moreira Valdéz y su gabinete de seguridad estatal, un par de dí­as atrás, so pretexto de la muerte de José Eduardo Moreira Rodrí­guez, hijo del ex gobernador y ex presidente del PRI: Humberto Moreira Valdéz y sobrino del actual mandatario coahuilense.

Por si no bastara el despliegue de seguridad de dimensiones intimidantes para recibir a la clase polí­tica quien visitó a la familia Moreira durante las exequias al joven José Eduardo, la Secretarí­a de Seguridad Pública envió 600 elementos adicionales para reforzar el cordón de seguridad de la población coahuilense, una de las más afectadas por la lucha territorial entre las bandas delictivas conocidas como chapos y zetas.

Llama la atención, al tiempo de que sirve como elemento explicativo, la diligencia con que las autoridades habrí­an de abordar la ejecución (concepto con que se definió la muerte del joven por los medios el mismo dí­a de su muerte) de un ciudadano coahuilense, destacado por pertenecer a la familia de quien hace unos meses atrás fuera una amenaza para dicho estado por la deuda pública en que se encuentra actualmente.

El presidente Calderón, quien fuera uno de los orquestadores de la campaña de desprestigio a la figura de Humberto Moreira el año pasado, habrí­a de condenar el hecho desde Nayarit al decir que: “No hay palabras suficientes para calificar la bajeza de la cobardí­a ocurrida el dí­a de ayer (miércoles 3 de agosto) en Coahuila. Comprendo y respeto el profundo dolor que ello causa a sus familiares y amigos.”

Además del discurso, en estos momentos de crisis en materia de seguridad –desatada por una ejecución especí­fica de entre las 60 mil que ha habido en un perí­odo de cuatro años- en la última recta del sexenio de Calderón, el mismo presidente instruirí­a a la procuradora Marisela Morales (con ese carácter presidencialista de mandatar sobre el poder judicial) para comenzar una investigación “eficaz, objetiva, confiable” para dar luz sobre el homicidio de José Eduardo.

Me parece que, al igual que todas las registradas a partir de los hechos violentos desatados por el robustecimiento de la delincuencia organizada en el paí­s, la muerte del joven José Eduardo es muy lamentable por el simple hecho de ser un ciudadano afectado por la falta de seguridad que el Estado ha protagonizado.

Sin embargo, esta ejecución se diferencia de las otras tantas por asumir un simbolismo especí­fico que marca un punto de inflexión en el tema de seguridad, dentro de una coyuntura que obedece al cambio de gobierno entre el presidente Calderón y el presidente electo Peña Nieto.

La insistencia y el reclamo de la clase polí­tica por el esclarecimiento del homicidio, evitando toda posible impunidad en los ejecutores de esta grave violación, y la respuesta gubernamental al desplegar toda la fuerza del Estado para obtener resultados inmediatos de las lí­neas de investigación desarrolladas (entre ellas la que corresponde a la actuación del crimen organizado), también son un sí­ntoma dentro del fenómeno de inseguridad que se vive en cada región del paí­s.

El sí­ntoma indica claramente las condiciones de impartición de justicia –evidentemente en condiciones de exclusión- en que se encuentra cada uno de los mexicanos y mexicanas que habitamos en este territorio nacional. El uso de la fuerza y capacidad del Estado para arrojar cualquier resultado en las investigaciones que se están realizando de aquél homicidio hablan por sí­ mismas de uno de los elementos que dieron origen, precisamente, al clima de inseguridad que vivimos hoy en dí­a.

Ese elemento es identificable con la fuerza con la que surgieron los grupos de la delincuencia organizada, en lugares donde el Estado o no realizaba sus funciones, o simplemente se encontraba en ausencia crónica. Cuando hablamos de un sistema de justicia donde la igualdad ante la ley no es una realidad, es entonces que entendemos la información que ha circulado y estará fluyendo en estos dí­as en los medios.

No se puede hablar de un Estado de derecho, en un paí­s donde las condiciones de impartición de justicia evidencian un claro favoritismo en pos de los funcionarios públicos, los miembros de la clase polí­tica y de los grupos de poder. Es precisamente por ello que los estratos excluidos del Estado comenzaron a generar sus propios grupos de poder (sus Estados), asumiendo el papel de esa institución que los relegó desde hace tiempo.

En estos dí­as los medios han dado a conocer que Heriberto Lazcano Lazcano habrí­a incluso mandado a construir una iglesia, una escuela y un hospital en la zona de Apan, Hidalgo, de donde era originario. El ejemplo es claro y uní­voco, la fuerza que habí­a tomado dentro del cártel, habí­a generado un poder paralelo al del Estado. La diferencia es que el proveedor de servicios de salud y educación, y apoyo religioso, no es ya un asunto público, sino que los cárteles lo han retomado desde el espacio privado.

Como resultado, de esta lucha entre el poder del Estado, y algunos grupos de poder paralelos y en lucha con ese poder público institucionalizado, hoy tenemos un clima generalizado de violencia, y los altos niveles de impunidad y corrupción en nuestra organización social y polí­tica.

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