¡Ah!, la realidad

Costumbres

Por: Eva Leticia de Sánchez

FOTO-2-Eva-leticiaSemMéxico.- Tuve un sueño que se volvió recurrente. En él me percibía vagando dentro de una construcción parecida a un castillo o a un templo deshabitado. Cada noche que volví ahí deambulé en una de sus distintas galerías, asombrada a más no poder a causa de la gran altura que alcanzaban las paredes de piedra; sobrecogida por el frío, la semioscuridad y el silencio. Nunca sentía miedo durante el sueño, sí curiosidad.

Un día, por casualidad fui a dar con mi familia a la Basílica de Los Remedios. Sabía de, y conocía, el bosque del mismo nombre, mas no de la existencia del templo erigido en honor de la imagen de la Virgen de los Remedios, perdida durante la noche triste de los españoles y encontrada años más tarde debajo de un maguey.  No es una edificación espectacular ni ostentosa; su fachada es aún más sobria que la del templo de mi pueblo. Lo que me atrajo poderosamente fue que, exceptuando la fachada, era todo de piedra. No se trata del templo de mis sueños, pero sí es el más parecido que conozco.

Fue inevitable entrar. Un joven sacerdote oficiaba misa en ese momento. Fui directo a apostarme a la altura de la primera fila de bancas, casi frente al altar. Mi familia me vio con extrañeza. Preguntaron con la mirada qué diablos hacíamos ahí. Era la primera vez, después de veinte años de apostasía, que acudía a la iglesia no por un compromiso social ni como turista, sino a causa de una atracción que no soy capaz de explicar, como no sea la reflexión que hice tras una lectura de un libro de Jung sobre el hombre y sus símbolos.

Tan necesitada estaba de alivio espiritual, que todo cuanto el cura expresó en la homilía lo percibí como dirigido a mí, a mi situación. Las lágrimas se derramaban sin estridencia sobre mi rostro y eran incontenibles. Al final, el padre dio algunos avisos. Como esa era la semana del diezmo, a la salida estarían unos seminaristas entregando unos sobres para depositarlo. Agh, qué manera de volverlo a uno a la realidad, pensé. Luego continuó: aporten lo que puedan, si pueden, pero nada que merme su economía, el primer acto de generosidad debe ser para con ustedes y sus familias. Oh. No lo podía creer, nunca creí escuchar eso de boca de un sacerdote. Después hizo una invitación a apoyar los servicios de la pastoral social, entre ellos, el del comedor para personas de escasos recursos. Lo esperé al terminar la misa y le dije que quería sumarme al servicio del comedor. No me explico aún de dónde emanó esa decisión tan abrupta de la que una hora antes me habría pitorreado. Me dijo que era bienvenida.

Comencé a asistir todos los miércoles a la cocina, es muy bonita y acogedora, parecida a una que vi en un museo de Puebla. En cinco horas preparábamos comida para unas cincuenta personas, la servíamos y dejábamos la cocina otra vez limpia. El equipo estaba conformado por Esperanza, doña Luchita, Carmelita, Sonia y yo. Excepto Sonia, todas éramos ya abuelas, más o menos jóvenes. Ellas son personas sencillas, de condición muy modesta, alguna incluso ayudaba para ganarse la comida del día. Era muy reconfortante y divertido estar entre ellas, todas platiconas, solidarias y cariñosas.

Muchas veces me pregunté cuál era mi real motivación para ir con gusto a trabajar sin remuneración, si a mí ni me gusta el trabajo y menos el de la cocina. ¿Me estaba volviendo generosa? ¿Realmente me salía del alma servir? Entre esos tumbos que da la mente, a veces creí que sí. Otras, me dije que, siendo honesta, lo que hacía era en mi propio beneficio, que si así no fuera, no acudiría.

Es que, de verdad me hacía sentir bien. No parecer bien. De hecho, no recuerdo haber comentado con alguien esa actividad, excepto con mi familia. Era tanto lo que obtenía al hacer el servicio y tan mío, tan íntimo, que no deseaba compartirlo. No hubo un miércoles, durante los siete años que asistí, que no saliera de los Remedios contenta, ligera y con un sentimiento que creo se parece a lo que dicen, es la felicidad. Nunca pude entenderlo. ¡A quién puede hacerle feliz lavar trastos grasientos!

Había un momento que era especialmente gozoso y pacificador. De tres a cuatro se cierran los accesos al templo y sus galerías. Entonces adentro todo se vuelve silencio. Uno refrescante gracias a los gruesos muros de piedra. Ese silencio, roto sólo por el gorjeo y el aleteo de las palomas y el agua de la fuente, se vuelve música que serena el alma. Así me gusta recordarlo.

A veces no sé si soy yo o es el mundo. Pero siempre me las arreglo para echar a perder lo que de bueno llega a mi vida y esta no fue la excepción. Asistir al servicio me permitió, si no conocer profundamente, sí darme cuenta de cómo son las tripas de la iglesia, qué la sostiene. Hay detrás el trabajo de varias congregaciones, laicas y no. Gente que dedica mucho tiempo a mantener vivo el catolicismo, no necesariamente el cristianismo. Pero eso es otro asunto. Resulta que, a días de celebrarse la elección presidencial del 2006, llegó nuestra jefa, la encargada de la pastoral social de la parroquia, perteneciente ella a la congregación de los Catecúmenos, cercanos a los Legionarios de Cristo. Muchachas, -nos dijo, mientras repartía unos trípticos con propaganda- sí saben que va a haber votaciones, ¿verdad? Tienen que ir a votar por Calderón ¿eh? Esa es la orden. Hablen con sus familiares y conocidos. Hay que impedir como sea que llegue el loco ese, el Obrador… Ah, ¿Sí, y por qué?, le pregunté ya suficientemente encabronada. Cómo por qué, Eva. ¡Es comunista! ¡Quiere quitarnos las casas, como en Venezuela! ¡Y quiere aprobar el aborto!… Ay. Yo ya veía rojo. No recuerdo qué tanto le dije, pero sí que aludí al laicismo y que amenacé con denunciar que la iglesia se estaba metiendo en la política. No denuncié nada, pero ella sí me corrió.

Así fue como mi camino a la paz y la serenidad por la vía de la reconciliación con mi religión de origen, buscada a lo largo de siete años, se fue al caño en diez minutos.

Pd. Este no es un texto de ficción, aunque lo parezca. El parecido con la actualidad es mera reincidencia.

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