Análisis Político
Por: Gabriel Contreras Velázquez
Parecido al epítome con que Felipe Calderón inaugurara su sexenio (âDialogaré con quien esté dispuesto a hacerloâ) aquél primero de diciembre de 2006, Peña Nieto arriba a la Presidencia de la República con un consenso nutrido entre las tres principales fuerzas partidistas nacionales, y sus partidos satélite que circunstancialmente se acomodan a una u otra.
El âPacto por Méxicoâ celebrado el pasado 3 de Diciembre en el alcázar del Castillo de Chapultepec en la Ciudad de México, muestra el nivel de consenso que ha logrado la clase política mexicana alrededor de la polémica figura del nuevo presidente, la cual este fin de semana mostrara una cara de mayor solidez y sagacidad política.
Como si hubiera despertado del letargo que le significó la campaña presidencial en este mismo año, junto con la polémica de Televisa, el movimiento Yo Soy 132 y sus constantes declaraciones hechas al aire sin un discurso identificable, hoy resulta difícil reconocer al Peña Nieto que hace unos días se paseaba en Palacio Nacional como si hubiera despachado antes en ese recinto y fuera heredero, al mismo tiempo, de un linaje de gobernantes que ven en la presidencia un símbolo de poder, más que de seis años de omnipotencia.
Cuido el discurso. Rompió con las justificaciones panistas que en vez de buscar las respuestas a los nuevos retos, se hundían en achacar al viejo régimen el estado de estancamiento en que recibieron y mantuvieron a la nación. Peña Nieto reconstruyó en sus palabras, a manera contemporánea, las instituciones que un día ese partido hegemónico se vio obligado a dejar para simular el proceso de transición que no existió en este país.
íl se propuso como nuevo símbolo del presidencialismo que en México no ha dejado de existir, y lucha por no claudicar definitivamente. Las iniciativas de ley con que inicia el sexenio son muestra clara de las inercias que no pudieron romperse durante 12 años, y que dejaron la puerta abierta para volver a entronar el poder en la figura del despacho presidencial y el secretario de gobernación.
Hoy el ser secretario de Gobierno no es más una figura de apoyo a las deficiencias del presidente, y mucho menos el lugar que pocos quieran ocupar por la inseguridad de viajar en transporte aéreo. Esos símbolos ramplones con que se conocía hasta hoy la Secretaría de Gobernación, después de 12 años de gobiernos panistas (los cuales son erróneamente llamados de âalternanciaâ, ya que a estas alturas la información habla claramente de cómo Zedillo concesiona el poder a la oposición más antigua en México) fueron desechados, y a la vieja usanza priista, pero en un contexto nuevo, se han volcado a manera de âsupersecretaríasâ.
Las viejas formas priistas, enemigas acérrimas de López Obrador, estuvieron todo este tiempo en silencio, pero no inmóviles. Y aunque hoy en nuestro país se hable de un sistema de partidos, ninguno niega la tradición de gobierno y de poder que del PRI lactaron y cultivaron, cada uno a su manera.
Es fácil entender nuestro contexto presente. El PAN no generó nuevas instituciones. No cambió los símbolos del poder. Sólo jugó con aquellos que ya existían a dibujar una nueva imagen de país. Sin embargo, lo único que lograron fue evidenciar la falta de imaginación e identidad política con que habían caminado durante 70 años, también, de la mano del PRI.
No se trata del âregreso del PRIâ, ni mucho menos de âretrasar el reloj 70 añosâ. Es que en realidad ese reloj no se ha detenido, y el PRI nunca se fue (y no pretende hacerlo). La clase política sólo se acomodó a los nuevos retos, pero no se propuso construir una nueva identidad nacional. No ocurrió tal âtransiciónâ en el año 2000. Sólo vivimos la urgencia de mandar señales de âdemocratizaciónâ hacia afuera.
Hoy, el presidencialismo ha encontrado un nuevo espacio para fortalecerse, sin absorber todo el metabolismo del sistema político mexicano. Prudencia. Es por ello que Peña Nieto buscó inmediatamente abrirse al consenso de las fuerzas. No es que las necesite, es que son parte de las instituciones de nuestro régimen actual, y como tal, sin consenso no hay gobierno, sólo Estado (exiliado, a la manera de Fox).
Lo que más sorprende es que la clase política lo vea con normalidad, y no como un fenómeno nuevo. Resulta intrigante la manera en como el gobernador Alonso Reyes quiera hacer creer que el presidente es su âamigoâ y por ello âle va a ir bien a Zacatecasâ. Es un argumento fuera de toda lógica política, que sólo evidencia la falta de identidad y de poder en el Ejecutivo estatal. Sus asesores y algunos medios se han creído la idea más pertinaz: que la política es cosa de amistad y fraternidad.