Por: Dra. Norma Julieta del Río
Zacatecas, Zac.-La Presidenta de la República, Claudia Sheinbaum, ha declarado que habrá colaboración entre su Gobierno y las instituciones religiosas en puntos en común, como el programa “Sí al desarme, sí a la paz”. Incluso hace algunos días invitó al papa León XIV a través de una llamada a visitar México.
Sin embargo, en Zacatecas hemos sido testigos de un episodio inusual que encendió el debate público y generó preocupación entre creyentes, ciudadanos, organizaciones civiles e incluso voces de la propia clase política del movimiento oficialista.
El dirigente estatal de Morena emitió declaraciones acusatorias contra el Obispo de la Diócesis de Zacatecas, Monseñor Sigifredo Noriega Barceló, atribuyéndole supuestas intenciones de influir en los fieles durante la homilía dominical. Incluso llevó este desacuerdo al terreno electoral al presentar una queja ante el Instituto Nacional Electoral (INE), solicitando que la autoridad llame al obispo a explicar sus palabras.
Este hecho, independientemente del partido político de origen, representa un precedente delicado en la relación entre instituciones civiles y religiosas en el estado. No es un simple desencuentro verbal, sino la intervención directa de un dirigente partidista en el ámbito espiritual y moral de una comunidad mayoritariamente creyente.
Para comprender la dimensión del episodio, es necesario recordar algo fundamental: la Iglesia Católica, en ejercicio de su libertad religiosa y conforme a su propio régimen jurídico (el Derecho Canónico), tiene la facultad plena de predicar, orientar moralmente, ofrecer criterios éticos y reflexionar sobre la realidad social durante las homilías.
Estas facultades no provienen de la autoridad civil, sino de su misión espiritual, reconocida por la legislación internacional y nacional en materia de libertad religiosa.
Hablar de dignidad humana, justicia, inseguridad, corrupción, paz, dolor de las familias, fragilidad social o necesidad de actuar con rectitud no constituye proselitismo, sino acompañamiento espiritual, esencia de la Iglesia en cualquier parte del mundo.
De acuerdo con el Censo de Población y Vivienda 2020 del INEGI, Zacatecas tiene aproximadamente 1 millón 622 mil habitantes, de los cuales alrededor de 1 millón 497 mil se identifican como católicos. Esta mayoría explica por qué la relación entre la clase política y los líderes religiosos es un tema sensible y de alta relevancia social.
En México es frecuente escuchar llamados a sancionar los “hechos adelantados de campaña”, aquellas prácticas que buscan influir en la ciudadanía antes de iniciar los tiempos legales. Pero en esta ocasión, las acusaciones parecen dirigirse a un ámbito que no corresponde.
Si se desea señalar adelantos, discursos políticos, estructuras electorales o presiones reales sobre la población, entonces deben mirarse los actores que efectivamente participan en la contienda y eso es lo que están haciendo, no a un obispo cumpliendo con su labor espiritual, pero también a la libertad de expresión.
Confundir una orientación espiritual con propaganda anticipada es, como mínimo, una lectura equivocada del papel de la Iglesia.
Zacatecas es un estado profundamente marcado por la fe y las tradiciones religiosas. La Iglesia ocupa un lugar histórico no como actor político, sino como referente social, moral y espiritual para miles de familias. En un país con violencia, incertidumbre y tensiones sociales, descalificar esa figura puede abrir divisiones innecesarias.
Para muchos, la misa no es un hábito social: es una fuente de consuelo, esperanza, identidad y fortaleza. No se trata de imponer una fe, sino de reconocer que la espiritualidad forma parte del tejido social de México, tanto como la historia, la cultura y la familia.
Por eso, las mofas o ataques no aportan nada; solo profundizan la polarización. El respeto debe ser recíproco: ni la política debe avanzar sobre los templos, ni la Iglesia sobre los partidos.
La convivencia democrática requiere un equilibrio claro. Ambos ámbitos son distintos, complementarios y legítimos. El respeto mutuo es su base.
La queja ante el INE introduce una tensión innecesaria. Aunque cualquier ciudadano o dirigente tiene derecho a presentar denuncias, hacerlo en un contexto espiritual puede percibirse como un intento de intimidar o silenciar la voz pastoral, lo que genera un impacto simbólico mayor que una simple diferencia de opinión.
Los ministros de culto no hablan en nombre de un partido ni de un gobierno. Hablan desde su fe, desde su misión pastoral y desde la confianza que los fieles depositan en ellos.
Pretender que un obispo “no opine” sobre la realidad social es desconocer el sentido mismo de su función. Pretender que una homilía se adapte a los deseos de un dirigente político es inaceptable en cualquier democracia.
La voz del obispo (y de cualquier ministro religioso) no se calla, porque es la voz de una comunidad espiritual.
Este episodio debe ser una llamada de atención para todos en el país. La fe y la política pueden convivir, pero para ello se necesitan límites claros, respeto recíproco y la conciencia de que ni la religión debe usarse como arma, ni la política como intimidación.
La sociedad gana cuando hay serenidad, cuando se escucha sin atacar y cuándo se distinguen los espacios de cada institución.
El debate está abierto, pero debe ser constructivo. Y, sobre todo, debe partir de un principio básico: la libertad religiosa merece respeto, la Iglesia merece respeto y la voz espiritual de un obispo no puede silenciarse por conveniencia política.
